“Si te obsesionás con saber si estás tomando la decisión correcta, básicamente estás asumiendo que el universo va a premiarte por una opción y castigarte por otra.
Pero el Universo no tiene una agenda fija. Una vez que tomás cualquier decisión, se acomoda en torno a ella. No hay correcto o incorrecto, solo una serie de posibilidades que se transforman con cada pensamiento, emoción y acción que experimentás.
Si esto suena demasiado místico, volvé a mirar el cuerpo. Cada signo vital importante —la temperatura corporal, el ritmo cardíaco, el consumo de oxígeno, los niveles hormonales, la actividad cerebral, etc.— cambia en el momento en que decidís hacer algo. Las decisiones son señales que le dicen a tu cuerpo, mente y entorno hacia dónde moverse.”
Deepak Chopra
Tomar la decisión correcta.
Esa frase resuena en mi cabeza desde hace una semana. ¿Cuál es la decisión correcta? De repente entiendo por qué la gente llama a los números de teléfono que están en los postes de luz, del tipo “Señora Susana VE EL FUTURO”. Qué fácil sería, ¿no? Que alguien nos diga cuál es el futuro, cómo termina la película, cuál es el camino que deja a la heroína como tal. Afortunadamente no existe porque lo que hace que la historia merezca ser contada es precisamente el hecho de que la vamos desarrollando a medida que experimentamos.
Estoy en medio de una decisión enorme. Tal vez la más grande que he tomado en mi vida hasta ahora. O quizás sean los años, que me hacen ser más Saturnina y menos Sagitariana: ahora contemplo antes de moverme, no tanto desde la rigidez, sino más bien desde un deseo de protegerme. De romperme ya sé lo suficiente, y aunque han salido buenas historias de ahí (¡hasta se convirtieron en un libro!), también tengo el libre albedrío como para preferir que mis aprendizajes no vengan siempre a costa de estamparme contra la pared y terminar con los dientes llenos de sangre.
“Hablo con la autoridad que me da el fracaso; Ernest, con la que da el éxito”, escribió Scott Fitzgerald en su diario hace varios años. Entre los dos, creo que hubiese sido mucho más aprendiz de Scott que de Hemingway. Al final de mi vida, yo también quiero tener un máster en fracasar. ¿De dónde provienen mis mayores aprendizajes? ¿De las veces que las cosas salieron bien o de las veces que me tuve que levantar del barro? Sin mucho lugar a dudas, de la segunda opción.
Con todo el revuelo de Lady Gaga en Brasil, me crucé con una entrevista suya hablando sobre Madonna. Tratando de que dejaran de compararlas, dijo: “Hay una espontaneidad en mi trabajo. Me permito fracasar, me permito romperme”. Creo que cuando los mismos mensajes aparecen por muchos lugares diferentes, la vida está pidiendo que escuchemos.
No hay decisión correcta o incorrecta, porque todas —de una forma u otra, y dependiendo de cómo las veamos (y de en qué momento del ciclo esté yo cuando empiece a analizar mi vida)— van a poder verse como éxitos o fracasos. Y en ambos casos lo que hay, sin lugar a dudas, es ganancia.
A veces pienso que haber ido a un colegio católico me instaló esta culpa. Haber tenido que golpearme tres veces el pecho, arrepentida, pidiendo absolución por simplemente ser humana. Por haber venido al mundo a, justamente, equivocarme, probar y, sobre todas las cosas: divertirme. En este proceso de resignificar mi relación con Dios, con la inteligencia de la Vida y del Universo, me encuentro creando una nueva creencia —valga la redundancia—: me gustaría pensar que lo que sea que me haya traído a este plano no me castigaría por una cosa y me alabaría por otra. Más bien quiero creer que la vida se acomoda a lo que sea que decidamos, y que el camino se abre bajo nuestros pies, más allá de cuál haya sido la elección.
Tal vez no. Tal vez mi neurosis sea propia de mi carácter, y en ese viaje también estoy: aceptar todo de mí, radicalmente. No puedo ser constantemente un proyecto a mejorar, hay cosas de mi personalidad que me hacen ser exactamente quien soy, y creo que mis neurosis entran en esa categoría. De ahí deviene, también, mi sentido del humor y mi ironía. Y eso son dos aspectos que no pienso perder por nada, incluso si ser neurótica me hace escribir este artículo también como una forma de alabanza al cielo, a ver si me tira un centro, porque si bien estoy convencida de lo que escribo hay otra parte que sigue queriendo tener cuatro años y que le manejen la vida. Sabemos que no va a pasar, pero ¿no es hermoso soñar?
Cuando era chica, era fanática de jugar al Juego de la Vida. Podía pasar horas en los veranos de Mar del Plata girando la ruleta, moviendo mi autito azul con las clavijas rosas y azules, eligiendo distintas opciones, riéndome, enojándome, dejándome librada al azar. Muchas veces ganando, otras perdiendo, pero siempre volviendo a empezar, en loop. Al comienzo del juego tenías dos opciones: ir a la universidad o salir al mundo a trabajar, y después ver qué onda. Al final, todos teníamos las mismas posibilidades de ganar, más allá de lo que hubiésemos elegido al principio.
Creo que he buscado en muchos libros, gurúes, incontables horas de terapia y consultas al oráculo algo que, en verdad, aprendí a los siete años: nunca es tan terrible lo que decidamos. La ruleta siempre está disponible, y siempre podemos volver a girar para avanzar.
Que increíble como socialmente estamos re significando la palabra “fracaso”, y creo que por fin, entendiendo por dónde va la mano.
Permitirnos rompernos, probar, fallar, aprender de todo eso y hacerlo for the plot que la vida siempre acomoda
Gracias Nico por esto 💌
Tremendo , gracias !💛