hiperconectividad no es hiperdisponibilidad
no quiero ver lo que me mandaste por Instagram
La semana pasada puse mi vida en suspensión para entregarme por completo a las aguas de un duelo que estaban pidiendo ser navegadas (o naufragadas).
Creo que fue una de las pocas veces en mi vida donde realmente declaré que no me importaba nada ni nadie que no fuera yo y lo que yo necesitaba para transitar ese momento sin romperme - esto es algo que aprendí en el último año: hay formas y formas de atravesar dolores, y es mi responsabilidad darme cuenta cuándo estoy moviéndome hacia un lugar que me va a hacer pedazos y cuándo estoy haciéndolo desde un lugar que me va a dejar aún más flexible y maleable. Me gusta sentirme un junco en la tormenta, oscilando hacia todos los costados, dando la impresión de que voy a salir volando pero con las raíces bien plantadas en el suelo. Me doblo, sí, pero no me rompo.
En medio de todo esto, me di permiso también para contestar solamente cuando yo tuviese ganas y a quien yo tuviese ganas. No dejé de usar el celular, otra cosa que aprendí es que el dolor es más llevadero cuando no sos la única persona que lo carga y que a veces necesitas de otros humanos y sus carretillas imaginarias para sostener todo lo que la vida te puso frente a vos… simplemente decidí con quién, cuándo, y cómo. Dejé mensajes sin leer, chats sin abrir, audios sin escuchar, memes sin recibir, mails sin chequear. De nuevo, me suspendí en el tiempo, mientras todo siguió girando - y en ese todo, siguió girando la vorágine de la hiperconectividad.
Extraño un tiempo pasado que viví aunque no lo suficiente, donde cuando alguien llamaba por teléfono si no te encontraba en casa no volvía a llamar catorce veces más, tampoco te perseguía dejándote notas por debajo de la puerta, ni te tocaba la ventana de tu casa a ver si realmente estabas adentro o no. Eso es un poco lo que siento que sucede ahora con las redes sociales: te vi en Instagram, te vi en WhatsApp, te vi que chequeaste el chat del trabajo, ¿por qué no estás disponible para mí? Soy consciente de que caigo también en esa trampa yo también y se lo hago a las personas de mi vida, pero creo que estos días habitando el limbo me hicieron tomar una consciencia aún más profunda de este tema: hiperconectividad no significa hiperdisponibilidad.
Considero honestamente que no somos totalmente conscientes del peso con el que cargamos teniendo acceso a toda la información de la historia del mundo en nuestra mano derecha. Todo lo que está disponible, lo que podría estar aprendiendo, leyendo, escuchando, viendo, sintiendo a través de una pantalla es más que mucho. Por momentos me encuentro en ensoñaciones despiertas, deseando volver a una era donde te cobraban por cada SMS enviado, donde cuidabas las palabras (y hasta los caracteres), donde existían dos magias que hoy se han perdido:
Una es el misterio. Y otra es el espacio.
Misterio. No saber todo el tiempo qué están haciendo mis amigos, mi familia, las personas que me gustan. No tener idea. Enterarme después, en un café, en una cena, tomando un vino. Abrirme a vivir la experiencia a través de su relato, imaginarme la situación a través de sus palabras, si acaso ver una foto preciada porque fue sacada con un rollo y no había lugar para sacar mil. Hay algo sagrado en saber que estamos llevando a cabo una acción que es particular de ese momento y ya, que hacía que los recuerdos que registrábamos fuesen tanto más cuidados. El misterio de la seducción, casi como un erotismo, de la fantasía de no tener idea y después llenar los blancos con la otra persona. La lentitud, descubrir de a poco, imaginar, y al mismo tiempo que la vida siga, porque entiendo que no tenés que estar disponible para mí todo el tiempo y eso hace que el tiempo que sí podés darme sea todavía más sabroso, más tierno, más apreciado por mí.
Y eso me lleva a mi siguiente punto: el espacio. Que tenga el celular en la mano no significa que esté disponible. ¿Disponible para qué? Para lo que sea, pero especialmente, disponibilidad emocional, disponibilidad del alma. Estamos empachados de información, de sensaciones, de sentimientos que nos activan las publicaciones de otras personas, de creencias, de ideas de lo que debería estar siendo o no nuestra vida. Basta con decir una palabra para que el algoritmo la capte y empiece a mostrar contenido sobre eso que mencionamos. Podría haber pasado la semana pasada entera viendo reels sobre cómo debería estar atravesando el duelo, pero por primera vez en mucho tiempo decidí hacer algo diferente: experimentarlo yo. Fue el duelo a la forma de Nicole, y por eso encontré la belleza en el horror.
Estamos ante una demanda constante de personas queridas y desconocidas por igual por nuestra atención, algo sin precedentes hasta este momento de la historia de la humanidad, al menos a este volumen y calibre. Mientras tanto, nuestra vida sigue sucediendo, nuestros dolores y alegrías siguen también pidiendo de nosotros (con razón y justa causa), seguimos buscando existir y encontrar sentido a todo lo que nos toca atravesar, al mismo tiempo que vemos a una persona que no conocemos hacer 10 pasos de baile o a nuestra prima convertida en una imagen de IA. Me sorprende que no hayamos perdido totalmente la cordura, creo que solo es evidencia de la resiliencia del ser humano que tanto se nos olvida.
Lo que también se nos olvida es que mejor que este cuenta gotas de atención y dedicación al que nos exponemos como hamsters en una jaula tratando de tomar agua es que lo que realmente estamos ansiando es conexión profunda con otro ser sintiente. Saber que estás ahí para mí, que podemos encontrar nuestros corazones, que ves más allá de la pantomima que armo en redes sociales para que me aceptes. Lo que realmente queremos conectar es nuestra autenticidad con el corazón de la tierra para que, por fin, alguien nos reconozca. Ansiamos ser vistos y obtenemos ese objetivo pero logramos que nos reconozcan por todas las razones equivocadas, por eso esta epidemia de soledad absoluta. Lo que queremos es lo que necesitamos desde siempre y para siempre para evolucionar: tocarnos, abrazarnos, escucharnos, relatarnos historias, olernos, degustarnos, sentirnos. Y eso no se soluciona con un meme por TikTok o un mensaje de voz por WhatsApp. Hay que poner el cuerpo.
¿Cuál es la solución? Me lo pregunto. Me encuentro terminando de dar clases y entrando en Amazon para buscar flip phones, volver al V3 de Motorola, tener un celular donde sólo puedan llamarme y mandarme mensajes de texto, y aunque suena muy tentador no sé si hoy esa sea la alternativa correcta para mí. Supongo que va por el camino que ya estoy transitando, el de los límites. Límites interiores que son tan importantes como los límites exteriores, poder empezar a dejar en claro a través de mis acciones que sí, estoy conectada pero no, no estoy disponible a menos que yo lo decida. Honrar mi sistema digestivo emocional, que es sensible como soy sensible yo, y digiere más lento que el resto muchas veces. Y seguir volcándome a estos espacios que se sienten mucho más alineados conmigo, donde puedo explayarme, sentarme a escribir una mañana de viernes feriado mientras me detengo a mirar por la ventana al mar que sigue su ritmo y no se amilana por nadie, y soñar con un futuro-pasado donde sólo tengo un celular para que me manden un mensaje que diga “1 vino est noch?”.
Siento que podría haber escrito el texto yo, porque literal estoy meditando comprando un teléfono de otra época y ver que pasa. Me siento sapo de otro pozo pero a la vez siento que no le sigo el ritmo al juego de redes, msjs en cualquier hora y atrevimiento total.
Que belleza cada palabra Nico. Me emociona “leerme” en todo lo que escribes porque es lo que pienso y vos logras amalgamarlo hermosamente.