Estoy en el estacionamiento del edificio. Entré atrás de otra camioneta, por lo general no me cruzo nunca a nadie. Tampoco es que esté todo el día saliendo como para cruzarme a alguien - el tiempo en Mar del Plata se trató de meterme (de nuevo) en el útero, en este caso arriba, en lo más alto del castillo, sola. Como hace 33 años, gestándome de nuevo, esta vez yo a mí misma.
Vuelvo, dejo la camioneta. Voy al ascensor, llego junto al vecino que estaba manejando la camioneta. Nos saludamos cordialmente. Es un hombre más grande, de aproximadamente 50 y algo. Aprieto el botón de mi piso, él activa el suyo, a mitad de camino de mi viaje de ascensor. No nos esforzamos en tener una charla, es la hora de la comida, tiene pinta de estar apurado, los dos miramos el celular. Llegamos a su piso, se abre la puerta del ascensor, entra olor a comida casera, nos saludamos y lo veo abrir la puerta de su casa, sabiendo que hay alguien del otro lado esperando, y me recorre un escalofrío todo el cuerpo.
Extraño saber que hay alguien esperando del otro lado de la puerta.
Ayer a la noche estaba scrolleando en Instagram y me encontré con un reel de esos que conocemos bien porque está lleno: una mujer joven dando todas las razones por las cuales no salía más con hombres, porque ya no los necesitaba, porque ella podía todo sola. Esto no es un juicio sobre su reel, ¿quién soy yo para juzgar? Solo me detuve porque me llamó la atención un comentario que dejó otra mujer:
“Así nos quiere el sistema: solas, independientes hasta la médula, autosuficientes en todo, desconectadas de los vínculos, del deseo, de la posibilidad de construir algo con otros. Nos vendieron que el amor propio es no necesitar a nadie, que estar sola es el pináculo de la libertad. Pero eso no es empoderamiento, es aislamiento disfrazado de autocuidado. Cuando una influencer dice que no tener citas, no buscar pareja, no abrirse a conocer a nadie es "lo mejor que ha hecho en su vida", lo presenta como una elección liberadora. Pero muchas veces no es elección, es la consecuencia lógica de un modelo que precariza los afectos, que patologiza el apego y que despolitiza el deseo de construir comunidad, incluso en lo íntimo”.
Y ahí la interacción del mediodía junto con la sensación que vengo teniendo hace mucho adentro, y que no podía nombrar, se encontraron: lo que extraño es la intimidad.
El mensaje que recibimos constantemente es que deberíamos poder con todo solas, especialmente las mujeres. Creo que la frase que más me repitió mi vieja a lo largo de los años fue “nunca dependas de un hombre económicamente para nada” y la tomé a pecho, y le hice caso, y construí sola al comienzo, rodeada de mujeres después. Perfecto. Lo que me pregunto es: ¿qué hacemos las personas que hemos demostrado, una y otra vez, que podemos solas? ¿qué hacemos las personas que tenemos una historia de trauma que viene de la soledad, no de la co-dependencia? ¿somos conscientes de que estos mensajes están reforzando una herida y haciéndola cada vez más profunda?
Por lo menos yo lo estoy viendo recién hoy, viernes 16 de mayo de 2025.
Cuando comencé a estudiar sobre sistema nervioso lo que más me interpeló fue el hecho de que nos olvidamos de que somos mamíferos, y eso significa que necesitamos (al igual que los mamíferos que vemos en lo salvaje y que consideramos inferiores por no ser racionales) la manada, la tribu, el cuidado, el contacto. La co-regulación es una de las formas más efectivas de volver al centro, a la calma, esa piel extendida que supone la presencia de un otro que está atento, presente, conmigo. Eso es sanador. El amor cura, no hay duda de eso, entonces, ¿por qué nos exigimos constantemente la soledad y el autoexilio como demostración de poder y voluntad?
Intimidad habitada es lo que anhelo. Nos vendieron que el amor propio era aislamiento, que la independencia era escudo. Pero la verdadera revolución es animarse a necesitar, a mostrarse vulnerable, a desear sin vergüenza.
Porque no es solo la intimidad emocional de que conozcas las frases que digo siempre o entiendas mi sentido del humor, o la intimidad física de coger y compartir un par de horas con Mac Miller de fondo: es la intimidad presente, encarnada, compartida. Es ese lugar en el que el cuerpo descansa porque hay un otro, hay cobijo, hay olor a comida, hay un “bienvenida”. Y quizás eso es lo que me hace falta y no sabía poner en palabras, no solo ese alguien, sino ese espacio interno y externo donde se puede descansar, donde no hay que sostenerlo todo (porque sé que puedo hacerlo, y ya lo demostré ante el jurado). Un lugar donde la piel se relaja porque ya no es frontera, sino puente.
No extraño a alguien en concreto, es incluso más bien un anhelo de algo que aún no existió porque en mi última casa compartida esta escena no existía, de hecho era todo lo contrario. Extraño el futuro que sé que eventualmente llegará, la seguridad de un abrazo tibio, el crujir de las tostadas en la mesa el domingo, la promesa silenciosa de que la espera valió la pena. Extraño la complicidad sin palabras, el roce accidental que no asusta, la risa compartida después de un día difícil. Extraño saber que hay un lugar al que volver donde no hace falta explicarse, donde se puede ser sin defensa, sin máscara, sin esfuerzo. No es una persona lo que me falta, es la intimidad: ese lenguaje invisible que solo existe cuando hay presencia, cuidado, constancia. Esa pausa en el mundo donde el cuerpo puede descansar porque se siente a salvo. Extraño el sonido de una ducha prendida en otra habitación, los pasos familiares en la cocina, el gesto automático de alcanzar otra taza aunque no me la hayan pedido. Extraño la rutina que no aplasta, sino que contiene. La costumbre como un ritmo compartido, una forma de decir “estoy acá”, incluso en silencio. Extraño la posibilidad de que alguien me mire sin urgencia, sin expectativa, solo con la ternura de quien reconoce que llegué. No extraño el romance idealizado ni la narrativa de amor perfecto, extraño el refugio, el vínculo como abrigo, la simpleza de lo cotidiano compartido, la certeza corporal de que no estoy sola en el mundo.
Y por primera vez en mucho tiempo, me permito nombrar ese deseo sin vergüenza, sin disfrazarlo de autosuficiencia, sin tener que justificar que querer intimidad también es una forma de amor propio.
Y mientras escribo esto desde el silencio de este viernes, con el cuerpo todavía sintiendo ese escalofrío del ascensor que marca el pulso de hacia dónde inevitablemente iré, me doy cuenta de que no hay apuro. Que también es crecimiento darme cuenta de que ya no necesito salir a buscar desesperadamente ese abrazo o esa taza extra en cualquiera, porque sé que esta magia no se construye con cualquiera, sólo con alguien que haya llegado a sus profundidades como lo he logrado yo. Que puedo honrar el deseo sin necesidad de que se resuelva ya. Que puedo cuidarlo como se cuida una planta que aún no da fruto, pero que ya huele a vida. Quizás esta también sea una forma de intimidad: poder habitar mi deseo sin negarlo ni disfrazarlo, dejar que me acompañe, que se acomode a mi lado en la mesa, que me susurre al oído que no está mal anhelar, que no estoy rota por necesitar.
Quizás el verdadero gesto de amor propio es este: no exigirle al cuerpo que se convenza de estar bien sola como prueba de que ha sanado, sino permitirle desear compañía sin sentirse menos por eso, y sin perderme a mi misma en el proceso. Porque no es debilidad querer cobijo. Es instinto. Es raíz. Es memoria de especie. Y yo también soy parte de eso. También merezco descanso, ternura, presencia.
También merezco volver a casa y que haya alguien del otro lado de la puerta.
Ay Nico, lloro al leerte. Anoche escribí en mi diario algo parecido...no sé si es la temporada tauro, volver al cuerpo o volver a mí...o todo junto. Lo comparto. Amo leerte.
No sé en qué momento confundimos fortaleza con encierro.
Con esa exigencia muda de tener que poder todo sin temblar, sin pedir, sin mostrar el hueco.
Como si la autosuficiencia fuera la medalla secreta de las que sobrevivieron al abandono.
Yo también aprendí a no necesitar.
A no esperar del otro ni una taza de té.
A poner el cuerpo como escudo, la palabra como refugio y el deseo bajo llave.
A no depender de nadie más que de mis propios huesos.
Y sin embargo, hay días —como este— en los que el cuerpo habla más claro que todas mis conquistas.
Me pide abrigo.
Me recuerda que el tacto no es debilidad.
Que hay un tipo de cansancio que no se calma durmiendo, sino siendo mirada con ternura.
No extraño una persona. Extraño la posibilidad.
La intimidad sin esfuerzo. El gesto cotidiano que no necesita explicación.
Un silencio compartido que no incomoda. El roce accidental que no pide disculpas.
Extraño lo que no viví todavía.
Ese lugar en el mundo donde se puede bajar la guardia sin que nada se derrumbe.
Un territorio donde la piel no se defiende, se entrega.
Donde no hay que ser perfecta para ser amada.
No quiero un amor de manual.
Quiero una presencia real, cuerpo a cuerpo, domingo a domingo.
No quiero más héroes ni salvadores.
Quiero alguien que sepa quedarse cuando tiemblo.
Que entienda que no estoy rota por necesitar.
Y sí, puedo sola.
Pero a veces no quiero.
Y no hay nada más feroz que animarse a decirlo sin vergüenza.
Nico que sentir valiente y puesto en palabras escritas, gracias por compartirlo. a mi tambien me pasa yo si tuve esa suerte de haber pasado por esa instancia pero un dia se fue ahora ese otro es una pequeña de 5 años que debo cuidar y tratar de no confundirla con el mensaje de que podemos todo solas, porque el amor para mi siempre es de a dos. abrazo.